Hermana, Pt. 2

Me despertó la suave mano de mi mamá sobre mi brazo.
“Idiay burro, ¿te quedaste dormido? Te hubieses bañado en la piscina, estaba riquísima el agua.”
Abrí los ojos y me cegó la luz. Tenía frío. Me había quedado dormido en una de las sillas de playa.
“Tu hermana tiene sueño,” me habló nuevamente mi mamá. “¿No querés llevarla al cuarto? Aquí tenés la llave.”

Vi a mi hermana dándome la espalda, observando el hotel, envuelta en una toalla naranja. Me levanté y la cargué, y nos encaminamos hacia el cuarto.

Para cuando llegamos al hotel, ya estaba oscuro afuera. Subimos las escaleras hasta el tercer piso, que es donde quedaba nuestro cuarto. Las puertas de los cuartos quedaban en un pasillo al aire libre, un gran balcón, por lo que sentí frío nuevamente cuando terminé de subir. Le dije a mi hermana que ya pronto llegábamos, pero estaba bien dormida.

Ya estaba a una puerta de mi cuarto cuando recordé que había dejado algo en el casino. ¿Qué cosa? No tenía idea, sólo sabía que algo había olvidado ahí. ¿Un libro? ¿Mi billetera? ¿Mi iPod? Ni siquiera recordaba haber estado en el casino, pero sabía que quedaba en el tercer piso, al fondo del pasillo. Algo me decía que debía ir a recoger mi objeto olvidado, así que me dirigí al salón de juegos. Pasé, naturalmente, frente a mi cuarto, pero no me detuve. Seguí caminando.

Por alguna razón, a mitad del camino, volví a tener esos pensamientos ajenos a mí. Esos pensamientos tan dramáticos pero a la vez honestos. El querer ir detrás de mis cosas me trajo a la tía Felicia a la memoria, la hermana de mi papá. No tiene hijos, así que me quiere muchísimo a pesar de ser su sobrino, pero mi mente me restregó en la cara un rótulo que decía “vos no la querés”. Y yo me asusté, porque, ¡claro que la quiero! Es mi tía, después de todo. Pero pensé que eso no me obliga a quererla, que un lazo familiar no implica una relación afectuosa. Y es cierto.

Fue en ese momento que  mi mente me dibujó ciertas fotos de momentos en los que visitaba a mi tía con mis padres. En todas aparecía yo haciendo algo que me obstruía de la conversación general: estaba leyendo, tocando guitarra, con el celular en la mano, viendo tele. Me di asco a mí mismo: definitivamente era una mala persona. Me di cuenta que he estado dando por hecho la presencia de mi tía en mi vida, como pensando que siempre me va a amar no importa cómo sea yo, que ni se me había ocurrido nutrir nuestra relación. Como el que dice que acaba de trasplantar rosas en su patio y no las riega porque, pues, ya están crecidas las rosas. Eventualmente se van a marchitar del descuido, ¿no?

¿Será que mi tía Felicia pensaba eso de mí? De seguro pasaba triste pensando que su sobrino predilecto (su único sobrino, en verdad) no la quiere. Qué miserable la debía de hacer sentir. No quise seguir pensando en eso, porque eventualmente iba a analizar la situación con el resto de familiares cercanos e iba a descubrir el mismo horror, o incluso peor, que con mi tía.

Esta vez sí estoy seguro de haberme quedarme parado en medio camino, como idiota. No sé por cuánto tiempo, pero de seguro fue un buen rato. A mi lado estaba una señora de limpieza del hotel, de pelo liso color castaño amarrado en una cola, con una camisa de botones manga corta roja y blanca y pantalones de tela color caqui. Me miraba con una sonrisa radiante. La volteé a ver, pero estaba un poco atónito, con la expresión perdida y sin sonreírle. Me preguntó, sin borrar la sonrisa de su cara:
“¿Y tu hermana?”

Entré en pánico. No había nadie, nada, en mis brazos. Inhalé de golpe por el susto, y corrí hacia el casino. Algo me decía que mi hermana iba a estar ahí. Corrí a lo largo del pasillo, que se hacía cada vez más largo, dejando atrás a la mujer, que probablemente me seguía viendo con su tan feliz sonrisa.

Ya casi llegando a la puerta del casino, vi que había dos chavalos arrecostados sobre la baranda del balcón. Eran Fabio y Alfredo. Me detuve; tenía años sin verlos. Fabio estaba más pompeado que la última vez que lo vi, hace a saber cuánto tiempo, y me saludó alegre, con esa sonrisa tan peculiar que siempre ha marcado su cara. Pensé que nunca había tenido un amigo que sonriese tanto como él, con quien no tenía contacto desde que se mudó a Panamá. ¿O era Italia? Ya ni recuerdo. Alfredo me miró con la misma hostilidad que ha tenido en la mirada desde que se fue del país siguiendo a su infame novia. Me dijo algo que no recuerdo qué era, probablemente algo como “no jodás, no me has vuelto a llamar desde hace un cachimbo, ya no sé nada de vos.” Sólo asenté con la cabeza y me coloqué entre los dos.

Me arrimé en la baranda. Nos volteamos a ver el mar. La luna brillaba nítidamente en la oscurana. Miré cómo las olas reventaban en la nieve de la blanca playa. Me pareció hermoso, y recordé que el morado era mi color favorito. Seguí viendo las olas en el océano hasta alcanzar el horizonte, y vi la primera estrella de la noche. Me di cuenta que era hora de irme.

Caminé por el pasillo hacia mi cuarto, a unos cincuenta metros de donde dejé a los chavalos, y me encontré con mis padres. Me dijeron que me estaban esperando. Sonreían tímidamente. Saqué la llave y abrí la puerta. Di pasada a mis padres, pero insistieron en que entrase primero. Pasé al cuarto, encendí la luz, y la encontré: ahí estaba la hermana, acostada en el centro de la cama, acurrucada bajo una colcha morada. Lo único que pensé en ese momento fue que quería saber qué es la felicidad.

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